Kikiribú: entre otros pluses, la música
Tras estudiar muchos años, uno de mis últimos descubrimientos es este: los mejores compañeros de viaje son esos con los que, además, puedo compartir las juergas. Me ha hecho falta tiempo, lo admito. Pero aquí estoy, caminando y aprendiendo, siempre.
Este julio un amigo me invitó al día del ajo en Falces. Como siempre me han dado miedo los vampiros, acepté sin dudarlo. Nos presentamos allá en moto, pero esto es lo de menos, así que sigo con lo importante. Domingo, un día espléndido sin demasiado calor (término de referencia: el calor ribero en verano). Muchos puestos en la plaza mayor del pueblo, gente que pulula, la banda de música y sus aguerridos y elegantes componentes que no temen derretirse soplando, los bares a tope (más que otros domingos a la hora del vermú), animación, vida, bullicio, movimiento, todos se saludan por calles y callejas.
Tras la ronda habitual (cuatro o cinco cañas que casi me dejan sentada por allá antes de comer), parada especial en el último bar. Estas cosas pasan con los músicos, hay que saberlo: si les insistes en algo no les llega la inspiración; si lo dejas estar pero no te despegas de ellos, entonces sí. Ya se han ido casi todos los de la cuadrilla hacia la sociedad, nos hemos quedado dos, un jotero y yo, la forastera. Se junta el jotero con tres o cuatro amigos que suelen cantar juntos. “¿Qué, echamos una?” Y van templando voces y guitarra. Y echan una, y otra, y otra, y todas son la última. La última de verdad es especialmente bella y desconocida (para mí al menos): “La del Irati, la del Irati”.
Hay silencio en el Irati,
sin el golpe de las hachas.
Los valientes almadieros
por el río ya no bajan.
El bar casi vacío, las tres de la tarde pasadas, la jota que hace tiempo no habían cantado especialmente dedicada a la forastera. Y la forastera es tan forastera que les pide que le repitan la letra para apuntarla en el teléfono. Y en el corazón, en el rincón de las vivencias especiales solo para privilegiados.
Luego, ya por fin, a comer a la sociedad, a Kikiribú. Está preparada la paella y unas exóticas y atractivas ensaladas. Animada charla en la comida, explicaciones para los forasteros: el día a día de la sociedad, el local casi imprescindible para mantener viva y unida la cuadrilla, a los que viven en el pueblo y a los que no, lo cotidiano, los fines de semana… Pasa rápida la comida. Y, antes del café, con los lazos de chocolate del postre, han llegado a la mesa las guitarras, dos guitarras que viven en la sociedad, piedras angulares de Kikiribú.
Empiezan y ¡qué voces! Los contratarían rápido en muchos coros y corales, donde sobre todo faltan hombres. Y cantan sin miedo a gastarse, a cansarse, sin reparos. Cantan canciones de amor. Ellos probablemente no son conscientes, y más vale, porque si lo pensaran quizá se callarían. O no, quién sabe. Estos hombres que aguantan litros de alcohol, educados en aquello de “los chicos no lloran”, que no sé si hablan de amor ni qué intimidades y zozobras se cuentan cuando necesitan charlar un rato, que no sé si acostumbran a decir “te quiero” ni si manifiestan su ternura, cariño, miedos, amor… Estos hombres cantan canciones de amores desgarrados y destinados al fracaso, “por tu amor que tanto quiero y tanto extraño…”. Esas canciones ya anónimas que hablan de grandes pasiones y finales irreversibles, de amar en silencio y para siempre, más allá de la muerte, estas canciones que ha ido limando y conservando el tiempo, que son como el agua de los ríos y los mares, van y vienen, van y vienen. Están tan acostumbrados a oírse cantando estas cosas que no le llama la atención. ¿Y sus mujeres?
En Kikiribú te ofrecen todo lo que tienen y, además, música en vivo (muy muy vivo) en sus voces fuertes, a prueba de juergas inacabables, que vibran cuando cantan lo que cantan (“con dinero y sin dinero yo hago siempre lo que quiero”). Y cantando, con letras que retumban en esas paredes como si fuera la primera y única verdad del mundo, dicen cosas tan bellas que quisiéramos fuesen realidad en nuestras vidas. Amén.
Consuelo Allué
Encantador. Saudade y morrinha